Nuestros primeros protagonistas son Verónica y Heber, ambos en Perú, así que nuestro destino inicial es el país andino.
Cuando uno se
enfrenta a una cultura nueva, su capacidad de asombro no tiene límites, enfrentándose
a la realidad que se le presenta con la curiosidad insaciable y la minuciosidad
de un entomólogo convulso. La inmersión cultural peruana fue a través de su
capital, Lima, pero la primera impresión no resultó demasiado afortunada.
La enorme ciudad se
desborda sobre un acantilado en una maraña de calles anegadas de un tráfico
ruidoso y eternamente atascado,
bajo un cielo plomizo, de panza de burro, como le dicen allí. Y es que, según
parece, esas son las dos principales señas de identidad de la ciudad: el
tráfico salvaje y desorganizado, rápido de claxon y muy hábil con los regates
de carril; y un cielo que se mantiene encapotado durante el otoño y el
invierno, que no da tregua hasta el verano cuando, al parecer, la ciudad se
alborota y renace con la luz recobrada. Alguien debió engañar a Pizarro cuando
fundó aquí la ciudad, o es que quizá solo estuvo en verano.
El primer día lo
pasamos a bordo de la minivan que nos proporcionó el service de producción,
comandado por la diligente Lisette, y que nos trasportó a través de aquella
jungla endiablada, de un extremo a otro de la capital, buscando las
localizaciones y los contactos que utilizaríamos a nuestra vuelta. La
arquitectura urbana que divisábamos desde las ventanas de la furgoneta, o en
las ocasionales paradas, era bastante disparatada: edificios sin acabar de una
planta al lado de otros de cuatro alturas cubiertos de cristaleras y ornamentos
fastuosos, construcciones delirantes alineadas sin sentido, un desastre que
parecía venir de antiguo.
Desde luego vimos
algunos lugares emblemáticos, como el Museo de Arte Contemporáneo, pero siempre
estaban invadidos por el tráfico frenético y las populares y anárquicas combis,
esas pequeñas furgonetas que ejercen de microbuses saturados y que paran por sorpresa
en cualquier lugar que el usuario demande.
La hora del almuerzo
nos congratula en parte con la ciudad. Paramos a
comer en uno de los 1200 mercados con los que cuenta Lima y la sola visión de la desbordante y multicolor
abundancia de frutas y verduras, la mayoría desconocidas para nosotros, nos
redime de todo mal. Los mercados aquí son una auténtica seña de identidad y una
muestra de la variedad de la realidad y geografía peruana, abigarrados,
pletóricos, vivos y variados. En un puesto de pescado nos sirven un ceviche
capaz de perdonar cualquier pecado, pasado, presente o futuro que tenga esta
ciudad.
Pero lo que
realmente nos reconcilió y nos arrojó a los pies de Lima llegó al final de la
jornada, cuando volvimos al hotel tras el agitado día de trabajo. Nos
hospedábamos en pleno casco histórico, en la espléndida Plaza de San Martín, en
el decadente y elegante Hotel Gran Bolívar, cuyo bar tiene la reputación de
ofrecer el mejor pisco sour de la ciudad. ¡Y a fe mía que así es! Este cóctel,
que para el neófito diré que es uno de los mejores del mundo, está realizado
con el licor nacional, pisco, más clara de huevo, ralladura de limón y jarabe
de goma y es una verdadera delicia pero para nada inocente, a medio camino
entre un postre y una bebida alcohólica.
Además del encuentro
con nuestro centenario hotel y su cóctel estrella la conciliación definitiva
con la ciudad llegó con un paseo a pie (¡a pie por fin! después de 14 horas de
furgoneta) por Jirón de la Unión, la populosa calle que une la Plaza de San
Martín con la Plaza de Armas y resulta el eje principal, casi fundacional, de
la ciudad histórica. Pese a la recomendación expresa de Lisette, siempre tan
protectora, de que no paseásemos por la noche por el "peligroso"
centro de Lima, la caminata nos ofreció la posibilidad de descubrir una ciudad
populosa pero amable, diversa e interesante, estéticamente hermosa y peculiar,
con su mezcla de arquitectura
colonial y la edificación opulenta y monumental de principios del siglo XX. Y,
desde nuestra perspectiva y al menos en esa zona transitada, nada conflictiva.
Al día siguiente
teníamos que viajar, con todo nuestro equipo de cámara, hasta la ciudad costera
de Huarmey, a seis horas en autocar de Lima (en Perú, como en otros muchos
lugares, las distancias se miden en horas, lo que resulta mucho más fiable que
contar los kilómetros de distancia). Decidimos el viaje en bus por dos motivos
fundamentales: el primero, por seguir con nuestra inmersión cultural (e
indicación reiterada de que en Perú los autocares de línea son muy buenos), y
el segundo, porque en el destino nos esperaba Heber, con otro coche de
producción y toda la problemática de la intendencia resuelta.
Resultó muy
complicado encontrar un bus que nos dejase en nuestro destino. Al parecer no todos los buses que viajan al norte
tienen paradas en Huarmey (o eso nos dijeron) además de que cada compañía tiene
su propia estación, lo que dificulta mucho la información. Así que al final
fuimos con una empresa que nos habían recomendado: Erick el Rojo. Dos cosas no
resultaron ciertas y el viaje no fue tan seguro, tranquilo y cómodo como
parecía.
Así que, a media mañana, este equipo de rodaje y sus quince bultos
fueron saliendo de la interminable Lima con la ilusión de redescubrir
plenamente a la vuelta una ciudad que ahora ya veíamos con otros ojos.
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